sábado, 28 de abril de 2012

La moto de las pesadillas


Cuando era niño, durante una etapa de 2 o 3 años, tenía pesadillas todas las noches. Todas y cada una de ellas. No sé muy bien la razón, pero sospecho que es la mezcla del clima ciertamente tenso y violento que había en el colegio con los estallidos de mala leche que había visto en mis hermanas mayores y en mi madre - mucha mujer en mi casa, muchos arrebatos. Qué se le va a hacer, uno era así, lo somatizaba todo, y por las noches toda esa violencia aparecía en la forma más insospechada, con una imaginería tremenda.

La primera pesadilla que recuerdo, y de hecho una de las pocas que sé narrar porque es lo más imaginativo que ha parido mi subconsciente en toda mi puñetera vida (rivalizando con aquel sueño donde mi gato me cantaba boleros), fue una donde aún estaba en una cuna, o al menos en una cama pequeña con maderas para que no me escapase, cosa que probablemente hacía con frecuencia. Esto era en el cuarto del chalet, que compartía con mi hermana más joven (6 años más que yo), con los pies dando al armario, con mi hermana a mi derecha y la ventana a mi izquierda. El sueño comezaba despertándome a mitad de noche, mirando la cama de mi hermana, y viendo que no estaba, mientras oía ruido en el cuarto de arriba, donde dormían mis hermanas mayores. Me levantaba, subía la escalera (una escalera de madera tremendamente traicionera, que aprendí a dominar con el tiempo), y llegaba a la habitación más grande de la planta de arriba, donde estaban mis cuatro hermanas, en camisón. "¡Mira, Carlos, mira!", señalaban a las ventanas. Las ventanas se iluminaban y por ellas pasaban unas siluetas como si estuvieran en un cóctel, de izquierda a derecha, mientras sonaba música. Mis hermanas se partían de risa. "¡Mira, otra vez!" Las siluetas se movían, junto con su ruido de fondo y su música, desde la derecha a la izquierda, pasando por las ventanas. 

- ¡Carlos, cuidado! ¡Escóndete ahora!

No entendía nada. Miraba las ventanas, donde había luces pero no siluetas. Mis hermanas corrían debajo de las dos camas. Corrí a esconderme debajo de una de ellas, pero a mitad de entrar debajo de ellas, algo me agarraba, mientras veía la cara aterrorizada de mi hermana Marta alejándose. Ese algo me dio la vuelta. Era el lobo feroz. Me miró con cara de lobo feroz, me cogió en brazos, atravesó la pared, apareció por el armario de mi cuarto, me deja en la cuna, y se incorpora desapareciendo a través de la puerta del armario cerrada. Desperté, obviamente, mirando esa puerta. Miré a la derecha, y estaba mi hermana, durmiendo. Volví a mirar al armario, y no había rastro de lobos. Dormí.

Poco después se casaron mis dos hermanas mayores (una forma de forzar prematuramente su independencia; no, no hubo penalty), y los cuartos de arriba los compartieron las otras dos hermanas. La que me protegía era Ana, la "pequeña", y muchas veces me iba a dormir a su cuarto tras el primer sueño, que solía ser una pesadilla con final horrorífico si no lograba despertarme antes. Y las tenía de todo tipo. Monstruos con forma de gorila que se creaban en la oscuridad. Casas donde la única inquilina era una asesina. Brujas de blancanieves monstruosas que atravesaban las paredes. La muerte cabalgando llamando en mi ventana, sonriendo. Brujas y hechiceros, serpientes, arañas, vampiros y hombres lobo. Noches que nunca se hacían de día mientras una bruma de muerte esperaba, acechaba.

Así casi siempre. La única forma en la que podía evitar esos miedos era dormir con mi hermana. Me desperaba de esa pesadilla y subía a su habitación, mientras esperaba a que me dejase un trozo en su cama y dormía con ella. Había noches donde mi madre me oía subir, e intentó muchos trucos para que no subiera: me compró una luz que se encendía con color rojizo (que era muy inquietante), e hizo que mi hermana cerrase su habitación. Eso lo hizo sólo una vez: cuando se despertó y abrió la puerta, me vio allí en el suelo, acurrucado, durmiendo. 

Poco a poco fui tomando el control de mis sueños, de mis pesadillas, sobre todo cuando empecé a dormir con la radio encendida. A volumen bajito. Con las mismas baladas de Air Supply, Jefferson Starship y demás AOR sonando todas las noches. Para entonces las pesadillas empezaron a tomar un patrón común: un sueño era normal, relajado, y de repente venía el aviso. 10 golpes. 10 golpes fuertes que avisaban de que venía esa cosa que me quería comer o matar. Tenía esos 10 golpes de tiempo para gritar y despertarme, si no quería despertarme con un susto de muerte, de darme la vuelta y ver unos colmillos que me despedazaban o algo similar. A veces no era algo tan violento: recuerdo una vez que tenía forma de pulpo. El problema era la incertidumbre: una vez habían pasado los 10 golpes, sabía que iba a despertarme de forma muy súbita tras un susto enorme, pero no sabía cuándo iba a llegar.

Y en la última etapa de simbolismo surrealista, le di forma de moto. Forma de algo montado en una moto, algo amenazador, que tras los 10 golpes se acercaba y dejaba el punto muerto, con la moto esperando, mientras, sin verlo nunca, sabía que se había bajado y me estaba buscando. Nunca lo vi, creo que nunca se llegó a materializar en ninguna cosa de terror. Pero agradezco mucho a mi primo Marc un alarde de genialidad que tuvo en esa época, sería más o menos cuando tenía 10 años.

En un viaje a Barcelona acabamos hablando de sueños antes de acostarnos. Yo le conté lo de la moto de las pesadillas. Él me dijo que había soñado con eso también. Que lo que tenía que hacer era dormir con un cuchillo debajo de la almohada. Un cuchillo de postre. Y desde entonces, mis terrores nocturnos desaparecieron, sin que apenas hicieran falta un par de días con ese truco psicológico tan audaz.

Desde entonces, sólo en noches de mucha fiebre tengo sueños tan aterradores. Hay alguno que recuerdo con una sonrisa por su enorme contenido de humor negro, como aquel donde, tras la ventana, había una colina verde, y en la colina verde, un feliz leñador saltarín, y en la mano de ese feliz leñador, un hacha sangrienta, que no veía hasta que el feliz leñador ya había bajado la colina y me miraba alegremente. O ese tan bonito en el que, al montarme en el ascensor de mi casa, éste se despedazaba hasta dejar, donde estaba el espejo, una cruz invertida ¡y ardiente! mientras el ascensor bajaba hacia los abismos. La última pesadilla que recuerdo, y algo que me sigue dando miedo al recordarla, es una donde me encontraba viendo el fin del mundo, con la tierra tragada por lava, y en un peñasco, un cura y unos 20 niños. El cura gritaba al viento "¡y el sexto mandamiento es!" y los niños gritaban "¡no cometerás actos impuros!" y el cura "¡AMEN!" "¡amen!" "¡Y dijo el señor en su octavo mandamiento...!". Alrededor la lava escupía fuego, y trozos de tierra iban cayendo, mientras yo flotaba viendo la escena. Desperté sudando, y diciendo "¡jo-der!".

Todo esto me lo ha inspirado "Intruders" de Fresnadillo, que trata mucho de este tipo de cosas.